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El origen de la escritura la organización de la sociedad
Sócrates se enfada, con razón, y Fedro lee silenciosamente
Quizás el primer testimonio histórico escrito de la transición, siempre
traumática, de la cultura oral a la escrita, del soporte intangible de la voz y de la
memoria manipulable a él asociado al soporte físico y duradero del libro, de la
memoria fijada e inamovible de sus páginas, se encuentre en el diálogo platónico
de Fedro. A juzgar por los datos que se nos proporcionan, podemos suponer que la
acción transcurre en algún momento entre 411 y 404 a.C., pues la escena ha de
situarse entre el retorno de Lisias a Atenas y la muerte de su hermano
Polemarco[1] a manos de los Treinta Tiranos (Piñero, 2009). Aun cuando el texto
haya sido glosado en innumerables ocasiones, resulta siempre pertinente volver a
él porque constituye un espejo inmemorial sobre el que nos reflejamos y nos vemos
retratados, más aún en la época de transición radical en los soportes y en las
formas de transmisión del conocimiento en la que hoy vivimos. Recordemos
brevemente esa parte del texto en la que se suscita esa polémica inmemorial:
SÓCRATES: Sobre la conveniencia e inconveniencia del escribir, y de qué
modo puede llegar a ser bello o carecer, por el contrario, de belleza y propiedad,
nos queda aún algo por decir. ¿No te parece?
Insta ladinamente Sócrates, el maestro, de unos sesenta años de edad en el
momento en que se produce este diálogo, a Fedro, el aprendiz de unos cuarenta
años con el que entabla una suerte de diálogo amañado mientras inicia su paseo
por el exterior de la muralla de la ciudad, en una aparente suerte dialéctica en que
el maestro consigue siempre encarrilar y torcer la voluntad y el juicio del aprendiz,
al menos de manera provisional y figurada.
Fedro responde afirmativamente. Ha pasado toda la mañana escuchando a
Lisias pronunciar sus discursos en voz alta si bien, tal como se indica en el diálogo,
parece que, por primera vez, a partir de un texto previamente escrito y no
necesariamente memorizado: «¿Sabes, por cierto, qué discursos son los que le
agradan más a los dioses, si los que se hacen o los que se dicen?», anticipa Sócrates,
sabedor de que el famoso Lisias haya contravenido, seguramente, las reglas
implícitas del discurso hablado y haya preferido suplantarlo por la lógica
silenciosa de lo escrito. «No, no lo sé, ¿y tú?», responde Fedro, quizás atemorizado,
quizás expectante.
SÓCRATES: Me contaron que cerca de Naucratis, en Egipto, hubo un Dios,
uno de los más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los
egipcios llaman Ibis. Este Dios se llamaba Teut. Se dice que inventó los números, el
cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados,
y, en fin, la escritura.
El rey Tamus reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad
del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas egipcia, y que está bajo la protección
del Dios que ellos llaman Ammon. Teut se presentó al rey y le manifestó las artes
que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios.
El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Teut le fue explicando
en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o
menos satisfactorias, Tamus aprobaba o desaprobaba. Dícese que el rey alegó al
inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que
sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura:
«¡Oh rey!», le dijo Teut, «esta invención hará a los egipcios más sabios y
servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y
retener».
«Ingenioso Teut», respondió el rey, «a unos les es dado crear arte, a otros
juzgar qué daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él. Padre
de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de
sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la
conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño
abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo
rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la
memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la
ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas
cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su
mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida».[2]
Ésta es, sin duda, la gran diatriba de la antigüedad contra la escritura, contra
ese invento que, según Sócrates, promovería el olvido al descuidar la memoria,
dilapidaría el verdadero conocimiento en beneficio de su mera evocación a partir
de un conjunto de sospechosos caracteres materiales, desbancaría a los verdaderos
maestros por una cuadrilla de aspirantes que, al contar con los libros, con ese
soporte de reminiscencias, creerían poder prescindir de guías y consejeros. El
problema fundamental radicaba, ahí, en cómo la memoria y lo que contiene queda
modificado por el medio que la transmite, y tanto Sócrates como el propio Platón
sentían agudamente la tensión que la escritura planteaba: en las sociedades orales
el depósito de la memoria es tanto el conjunto de actos, ritos y operaciones que se
acometen cada día, inefablemente, sin necesidad de que sean expresados en
palabras, como el propio discurso hablado que configura a través del intercambio
de palabras la visión específica del mundo que esa cultura elabora. Sócrates sentía
vivamente la tirantez que se genera cada vez que un medio de transmisión de la
memoria altera, automáticamente y a la par, el contenido de lo que se transmite y
la manera misma en que se realiza: en las culturas orales existe una suerte de
identificación automática entre el símbolo y su referente, de forma que el
significado de cada palabra debe ser negociado y ratificado en cada una de la
situaciones en que se emplea porque, simplemente, no existe un diccionario o una
Academia que atestigüe la sedimentación o acumulación de los distintos
significados históricos que se van depositando sobre una palabra. No existe una
referencia externa más o menos normativa e inamovible que tenga la vocación de
determinar el significado y uso de un término de una vez y para siempre, al
contrario: lo que existe es una permanente negociación dialogada sobre el
significado y uso de cada vocablo de manera que el conocimiento que se construye
es natural e ineludiblemente dialógico.
Bronislaw Malinowski, el atormentado antropólogo que convivió con los
trobiandeses y que se convertiría en uno de los más destacados miembros del
panteón científico, afirmaba en «The problem of meaning in primitive languages»,
una breve contribución al volumen The Meaning of Meaning, coordinado por el
polifacético y excéntrico Charles Kay Ogden:
una declaración, que se pronuncia en la vida real, no puede separarse nunca
de la situación en la que se ha pronunciado. Cada enunciado verbal proferido por
un ser humano tiene la finalidad y función de expresar algún pensamiento o
sensación real en ese momento y en esa situación, y es necesario por una u otra
razón para ser dado a conocer a otra persona o personas —bien con el fin de servir
a efectos de acciones comunes, bien de establecer lazos de comunión puramente
sociales, bien de proporcionar un medio para expresar los sentimientos o pasiones
violentas—. Sin algún estímulo imperativo del momento, no puede haber ninguna
declaración hablada. En cada caso, por lo tanto, expresión y situación están ligados
íntimamente entre sí y el contexto de la situación es indispensable para la
comprensión de las palabras (Malinowski, 1923:307).
Esa íntima ligazón se comprueba en el vocabulario mismo de una cultura, en
su precisión y profundidad respecto a algunos asuntos y en su desentendimiento
respecto a los asuntos exteriores que no les conciernen. El propio Malinowski,
refiriéndose a su experiencia de campo y a la relación de los aborígenes con el
mundo exterior, con aquellas cosas o asuntos que distaban de sus vivencias
cotidianas, escribía:
analizando a los nativos en su relación con el entorno encontramos [...] que
el mundo exterior les interesa en tanto que ofrezca cosas útiles. La utilidad, aquí,
por supuesto, debe ser entendida en un sentido amplio, incluyendo no solamente
lo que un hombre pueda consumir, utilizar como alimento, techo o impedimenta,
sino todo aquello que estimula sus actividades en el juego, el ritual, la guerra o la
producción artística (Malinowski, 1923:331).
Y más adelante agrega, refiriéndose a las prácticas de nominación y
semantización de su entorno inmediato: «si el objeto resultara ser útil de una u otra
manera», el ser o la cosa encontrado en la naturaleza, de manera accidental o
fortuita, «será nombrado y se le concederá una referencia detallada a sus posibles
usos y propiedades, y el objeto, entonces, será distinguido de manera
individualizada (Malinowski, 1923:331).
La escritura, a esas alturas del siglo V a.C., no era todavía un instrumento
socialmente extendido del que todos los ciudadanos pudieran disfrutar, aunque
fuera en Grecia donde, efectivamente, esa universalización comenzara a
producirse. Lo cierto es que la escritura conviviría durante siglos con la cultura
oral y, más que su sustituto, sería el soporte liberador de la memoria, algo que hoy,
en plena era digital de su transferencia a soportes externos virtuales, nos resulta
particularmente sencillo de entender y de aceptar aun cuando para aquellos
filósofos porfiadores supusiera una amenaza radicalmente desestabilizadora: la
nueva manera de producir, almacenar y rememorar el conocimiento no dependería
ya más, necesaria ni únicamente, de los recursos retóricos y mnemotécnicos que las
culturas de la antigüedad se habían visto obligadas a desarrollar para retenerlo y
recrearlo de manera supuestamente fidedigna. Supuestamente porque, como
veremos, la memoria siempre se presta gustosamente a la manipulación y la
recreación. En todo caso parece evidente que la sustitución de un «soporte» por
otro supuso, en buena medida, una redención, una potencial liberación de recursos
intelectuales que se invertirían, de ese momento en adelante, en la elaboración de
un pensamiento más abstracto y original. «Las tradiciones», escribía Rubin,
«maximizan la memorabilidad [la posibilidad de memorizar, de recordar] de manera
que la información pueda ser almacenada sin la ayuda de una memoria externa
durante largos periodos de tiempo. El coste de maximizar la eficiencia
mnemotécnica, sin embargo, es el de no maximizarla para otros fines. De esa
manera, la información almacenada en una tradición oral es difícil de utilizar en
muchos contextos. Las tres causas principales son: 1) la ausencia de una
representación externa, 2) el orden lineal de las canciones y 3) las restricciones a la
hora de seleccionar las palabras y la sintaxis. El examen de estas limitaciones»,
concluye Rubin (1995:317), «proporciona otra medida del poder de las
representaciones externas», es decir, de las representaciones gráficas o escritas.
En el fondo, éste es uno de los asuntos fundamentales del debate pasado y
contemporáneo: hasta qué punto la tecnología que inventamos y nos transforma
cuando la usamos libera nuestras capacidades intelectuales para operaciones
especulativas con mayor ambición y trascendencia o, por el contrario, nos avasalla
y sobrecontrola reduciéndonos a meros manipuladores o interventores
estrechando, como tantas veces sugiere Nicholas Carr, nuestra perspectiva y
capacidad de razonamiento autónomo (Carr, 2014:85). Ante la invención y el uso
transformador de cualquier tecnología —desde la más rudimentaria forma de
comunicación simbólica hasta el alfabeto, desde la imprenta o el telégrafo a
internet—, siempre cabe plantearse si nos somete o nos engrandece, si merma
nuestras facultades o las incrementa, y las discusiones de los especialistas en torno
a esta disquisición resultan casi siempre insatisfactorias, porque difícilmente puede
establecerse un límite objetivo entre lo que se percibe o valora como mengua o
como acrecentamiento. En la mayor parte de los casos esa opinión obedece a un
punto de vista radicalmente subjetivo que tiene mucho que ver con la conmoción
que inevitablemente acompaña —como tantas veces recordaba McLuhan en sus
escritos— a toda sustitución de los medios de comunicación y su correlato social y
personal.
En 1911 el matemático Alfred North Whitehead, colaborador de Bertrand
Russell, sintetizó en su famosa An Introduction to Mathematics el núcleo de la
cuestión:
es un truismo profundamente erróneo, repetido por todos los manuales y
personas eminentes cuando van a dar un discurso, que debemos cultivar el hábito
de pensar en lo que estamos haciendo. Precisamente lo contrario es el caso. La
civilización avanza mediante la ampliación del número de operaciones importantes que
podemos realizar sin pensar en ellas. [La cursiva es mía.] Las operaciones del
pensamiento son como las cargas de caballería en una batalla: están estrictamente
limitadas en número, requieren caballos de refresco y sólo se deben hacer en los
momentos decisivos (Whitehead, 1911 [2012]:45-46).
Mientras pueda liberarse a la razón de las cargas de caballería que requiere
la gestión de los asuntos cotidianos, mientras existan tecnologías que, inventadas
por nosotros, automaticen determinados procesos y nos eximan de su pesada
carga, más relevada quedará la memoria o la razón para la elucubración y la
creación. Y el debate sobre el supuesto límite que separa claramente la
subordinación a la tecnología de su uso emancipador, el debate que pondera lo que
se pierde y lo que se gana en cada una de esas inevitables transiciones, solamente
podrá dirimirse con cierta claridad si se aborda desde una perspectiva histórica,
desde una distancia temporal lo suficientemente lejana para sopesar la
profundidad y extensión de los cambios y su carácter, amén de inevitable,
favorable o lesivo.
Todos aquellos aparentes beneficios —por retomar el debate preliminar
entre escritura y tradición oral— no suponían, claro, un consuelo para quienes
intentaban entender y aun detener el auge de la escritura y la extensión de los
papiros, porque toda sustitución de los soportes se vive siempre como un conflicto
o un trauma al estar implicadas muchas más cosas que el mero reemplazo de un
sostén de la memoria por otro. Tal como analiza de manera insuperable Walter
Ong en Oralidad y escritura,
el conflicto atormentaba el propio inconsciente de Platón. En el Fedro y su
Carta VII, Platón expresa severas reservas acerca de la escritura como una manera
inhumana y mecánica de procesar el conocimiento, insensible a las dudas y
destructora de la memoria, aunque, como ahora sabemos, el pensamiento filosófico
por el que luchaba Platón dependía totalmente de la escritura. No es de extrañarse
que las implicaciones aquí presentes se hubieran resistido por tanto tiempo a salir
a la superficie. La importancia de la antigua civilización griega para el mundo
entero comenzaba a aparecer bajo una luz completamente nueva: marcó el punto
en la historia humana cuando el conocimiento de la escritura alfabética,
profundamente interiorizado, por primera vez chocó de frente con la oralidad. A
pesar de la inquietud de Platón, en ese tiempo ni él ni nadie estaba o podía ser
claramente consciente de que eso era lo que estaba sucediendo (Ong, 1987:32).
Y el diálogo continúa, y cuanto más se avanza en él más se asemeja a una
relación desigual en la que Fedro adopta una actitud cada vez más postrada y
masoquista, donde reconoce continuamente sus supuestos errores y acata con
gusto la reprensión de Sócrates:
FEDRO: Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar
discursos egipcios, y lo mismo lo harías de todos los países del universo, si
quisieras.
SÓCRATES: Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Júpiter en Dodona
decían que los primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro
tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían
escuchar a una encina o a una piedra, con tal que la piedra o la encina dijesen
verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y no te basta
examinar si lo que dice es verdadero o falso.
FEDRO: Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la
escritura como el tebano.
SÓCRATES: El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el
que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna
instrucción clara y sólida, me parece un gran necio y seguramente ignora el oráculo
de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar
reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.
FEDRO: Lo que acabas de decir es muy exacto.[3]
Sócrates censura de manera vehemente que nadie pueda procurarse por sí
mismo ninguna forma de sabiduría viniendo de la mera lectura de unos caracteres
inanimados, que quepa pensar en una instrucción autónoma e independiente
mediante el descifrado silencioso de unos signos abstraídos de todo diálogo y
confrontación, que pudiera asumirse que ya no existieran guías ni maestros si es
que cada cual pudiera discernir mediante la ayuda de los libros —esos objetos
necesariamente mudos y silenciosos, ajenos a toda modificación, cerrados sobre sí
mismos— los arcanos del conocimiento, aun cuando bien sepamos que la
enseñanza de la lectura y la escritura en aquella época estaba ya bien establecida y
que Fedro debió atender en su juventud alguna de aquellas escuelas «donde los
maestros se cuidan de estas cosas y después de que los niños aprenden las letras y
están en estado de comprender los escritos [...], los colocan en los bancos de la
escuela para leer los poemas de los buenos poetas y les obligan a aprendérselos de
memoria» (Platón, Protágoras: 325e). El conocimiento cierto, ἐπιστήμη, epistếmē,
para Sócrates, y también para Platón, se generaba a partir de la confrontación
dialógica, de la controversia dialogada, de manera que la verdad era, en todo caso,
un raro destilado producto de la contienda verbal. No es una casualidad, por tanto,
que la retórica tenga su origen en la Grecia clásica, donde se entendía como el ars
bene dicendi, la técnica o el arte de expresarse de manera apropiada para lograr la
persuasión (ρητορική *τέχνη+, rhetorikè [téchne]) del destinatario, un receptor, como
en el caso de Fedro, rendido de antemano ante la evidencia, monigote que habla
por la boca de Sócrates. Es coherente, por eso, que la forma misma de los textos
que Platón vertió sobre el papiro adoptaran la forma de aquello que venían a
sustituir. La forma de expresión propia de lo escrito no podía alcanzar autonomía
ni hechura propias en un ecosistema donde lo oral todavía predominaba, de
manera que se conforma con reproducir de manera aparentemente fidedigna la
forma de un diálogo. Platón traiciona el espíritu mismo de lo que Sócrates está
expresando, pero poco, taimadamente, porque aunque lo traslade a caracteres
materiales, pretende que conserve el halo de espontaneidad y contraposición que la
confrontación oral aporta a toda conversación. Pasados los siglos, sin embargo,
vemos claramente que el guion está manipulado y que la conversación está
impostada, que no hay verdadera disensión sino afirmación progresiva de una
opinión previamente conformada. Y si todos los que tenemos por sabios de la
antigüedad griega no pudieron sustraerse a esa forma de leve autoengaño y de ira
contenida, traumatizados por las consecuencias de la transformación de los
soportes y de las formas de transmisión del conocimiento, qué decir de nosotros,
pobres contemporáneos sometidos a los zarandeos acelerados de la digitalización.
Y Sócrates termina recriminando, veladamente, a Lisias, el orador que se
había atrevido a leer un discurso escrito en público, el maestro retórico que había
ejercido una notable influencia sobre Fedro, que en la misma mañana en que se
produce el diálogo, había asistido a una de sus comparecencias públicas:
SÓCRATES: Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente, así de la escritura
como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero
interrogadlas, y veréis que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los
discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles alguna
explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa.
Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden
la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, y no sabiendo, por
consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se
ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su
padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
FEDRO: Tienes también razón.
Un derrotado Fedro acaba, así, claudicando... o eso parece.
Es por lo menos curioso que Sócrates apele al carácter supuestamente
indisputable de la memoria como registro fiel de la verdad de los acontecimientos
contra la sospechada imprecisión y vaguedad del registro escrito. Sabemos, gracias
en buena medida a la antropología, que, al contrario de lo que parece, la memoria
es dócil y maleable y se reajusta una y otra vez a los hechos para «recordar» un
pasado que no existió exactamente así, para construir, por tanto, un nuevo
presente sobre las bases de un pasado inexistente. De hecho, la memoria individual
en las tradiciones orales posee una percepción superficial y maleable del pasado, o
mejor dicho, entiende y reinterpreta el pasado de acuerdo con sus intereses
actuales, posibilidad que queda parcialmente abolida cuando existe un registro
escrito de la memoria, cuando no queda más remedio que enfrentarse a hechos
inscritos y certificados. Todas las culturas humanas han sometido a los mitos
originarios, a la historia genealógica y a cualquier otra fuente de identidad a
curiosas torsiones temporales con el fin de que presente y pasado no difieran
sustancialmente: Paul Bohannan mostró en los años setenta cómo entre los tiv de
Nigeria se producía una aparente contradicción que ellos no vivían como tal: las
autoridades coloniales británicas eran conscientes de la importancia de
documentar con precisión las complejas genealogías de los tiv por cuanto buena
parte de las disputas sobre la tenencia de la tierra, sobre los derechos y
obligaciones sobre su usufructo, se basaban en las adscripciones genealógicas y sus
vínculos con los ancestros mitológicos. «Los tiv», escribía Bohannan, «entienden la
geografía de la misma manera que entienden la organización social. El idioma de
la genealogía y de la descendencia proporciona no solamente el fundamento para
la agrupación de los linajes sino, también, para el agrupamiento territorial. Los tiv
se agrupan de acuerdo a un sistema de linajes basado en el principio de la
oposición segmentaria. Cada linaje, mínimo, es asociado con una parte del
territorio» (Bohannan, 1973:4). Cuando, cuarenta años después de que la
administración británica se tomara la molestia de registrar cuidadosamente las
genealogías de cada linaje, Paul Bohanann realizó el trabajo de campo que
documentaría la vida de los tiv, se encontró con que, aparentemente, no habían
variado, si bien su supuesta conservación generaba toda clase de conflictos:
mientras que la administración británica sostenía que el registro se había realizado
pormenorizadamente y reflejaba la realidad de las relaciones entre ellos, los tiv
negaban que eso fuera así, que aquellos archivos tuvieran correlación alguna con la
configuración actual de los linajes. A ojos de los burócratas coloniales no cabía
pensar que hubiera error alguno en la consignación que habían realizado y eso les
convertía en ciegos ante la evidencia de que los tiv manipulaban la memoria a su
conveniencia, ajustándola, homeostáticamente, a los requerimientos de la siempre
cambiante ordenación social.
De hecho, algunos de los predecesores de Sócrates ya habían percibido el
acusadísimo contraste entre una memoria construida sobre la manipulación y
adaptación de las historias y la pura realidad de los hechos históricos: Hecateo de
Mileto, que vivió entre los años 550 y 476 a.C. (que moriría, efectivamente, seis
años antes del nacimiento documentado de Sócrates) y que pasó por ser miembro
del conocido grupo de los logógrafos, los primeros historiadores previos a
Herodoto que trataron de reconstruir la realidad documentando los hechos por
escrito como remedio a los vaivenes interesados de la memoria y a los caprichos de
los mitos, dejó consignada esta discordancia: «escribo lo que considero verdad; las
historias de los griegos me parecen ridículas». O, lo que es lo mismo: la escritura y
la fijación por escrito de los hechos que acaecen impiden que la memoria
reconstruya caprichosamente, con la materia prima de los mitos y las creencias, la
tradición o la historia, cosa que tiene desde algunos puntos de vista sus ventajas
porque impide la manipulación de nuestros recuerdos y nuestras conciencias pero,
igualmente, al contrario, imposibilita que eso pueda hacerse y que los grupos
humanos autorregulen sus recuerdos de acuerdo con las necesidades de la
realidad. No todos podían estar satisfechos con esa herramienta que ataba o
encadenaba la memoria a un soporte mudo, inane, incapaz de responder y
adaptarse a los requerimientos y necesidades de una memoria viva y cambiante.
Y es igualmente curioso que Sócrates tilde de reminiscencia, como si fuera
una falta o un menoscabo, el hecho de que a través de lo escrito se ofrezca a la
memoria el recuerdo de algo que pasó, que a través de lo escrito se evoque algo
anterior, como si en ese caso la memoria trabajara con una materia inerte e
inflexible y como si en el diálogo o en la oratoria tradicionales la memoria fuera
una materia viva y moldeable. En buena medida, seguramente, esa percepción de
las cosas tenga que ver con la manera en que procede la comunicación oral y la
evocación obligatoriamente lineal y sucesiva de las historias que transmite: en
todas las tradiciones orales los relatos, odas o canciones que se divulgan son
reproducidos en un orden consecutivo, lo que impide que el bardo o el rapsoda
tengan una visión global del contenido que vayan a transmitir, una impresión de
conjunto de la narración o la canción que vayan a divulgar. La rememoración
funciona, al principio de una canción o al inicio de una división mayor, evocando
la información línea a línea, verso a verso, no tanto mediante una reminiscencia
integral sino como una invocación progresiva. El cronista que transmite la
información, por tanto, solamente puede tener acceso a ella de manera líneal y
sucesiva, y en esto comparte en alguna medida sus características con el texto
escrito, que va revelando su contenido a condición de que se respete su naturaleza
progresiva. Cuando se pretende acceder a esa información de manera aleatoria,
siguiendo un orden diferente al preestablecido, la memoria deja de funcionar y el
relato oral se descompone.
A lo largo de los siglos, el texto escrito acabaría dotándose de un conjunto de
dispositivos —índices, notas, glosarios, numeraciones, la misma composición de la
caja del texto para permitir anotaciones, etcétera— que facilitarían la ubicación y
localización de la información contraviniendo su principio de linealidad. La
rememoración sucesiva se ejerce, en las sociedades enteramente orales, con un
control escasamente consciente, mediante un automatismo de la conciencia que va
encadenando fragmentos a medida que los enuncia, porque el contenido exacto de
una línea o una estrofa no se conoce por completo hasta que no ha sido
cumplidamente enunciado o cantado. Si alguien pretendiera realizar un resumen o
un sumario de lo cantado o le pidiera al relator que lo hiciera, debería volver a
cantarlo y debería volver a ser escuchado, porque el conocimiento y la
comprensión cabal de un poema o una canción solamente puede obtenerse
mediante su completa reproducción. La memoria trabaja en estas circunstancias
valiéndose de rimas, métricas o cualquier otro andamiaje que refuerce e induzca el
encadenamiento casi maquinal de las líneas y las estrofas, y esa manera de
reproducir y despertar el contenido aletargado en la conciencia tiene una
apariencia orgánica, como si brotara a medida que fuera llamado, como si se
tratara de una materia viva que aflorase a medida que fuera evocada. Sobre esta
materia prima, dinámica y cambiante, susceptible por tanto de reelaboración y
reprocesamiento, las sociedades orales ejercieron su constante poder de
reconstrucción y reconstitución de su propia historia, de manera que sujetar la
memoria de los hechos acontecidos a la lisura indolente de un papiro, era tanto
como inmovilizarla, convertirla en materia inanimada e indiferente, transformarla
—así le parecía a Sócrates— en una sombra del conocimiento verdadero.
En consecuencia, el medio a través del que se transmite la memoria, la
tradición de una sociedad, condiciona la concepción y la forma misma del pasado,
lo que es transmisible, lo que puede o debe perdurar, lo que conviene recordar o
reinventar.
A nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI que nos enfrentamos a la
paradoja de la volatilidad de la memoria digital —asunto sobre el que volveré más
adelante—, no puede dejar de sorprendernos que la verdadera ciencia, a juicio de
Sócrates, pudiera derivar de la evanescencia forzosa de la memoria oral, que la
sombra de la ciencia fuera la sedimentación escrita de lo sabido y que el verdadero
conocimiento fuera la rememoración creativa de los recuerdos. Le escritura trajo
consigo tres consecuencias concatenadas: que el pasado se diferenciara clara y
nítidamente del presente, al principio con dificultades y adherencias mitológicas,
cuando los primeros historiadores todavía trazaban genealogías de los dioses; que
en esa diferenciación entre lo acontecido y lo coetáneo se abriera una brecha a
través de la que vislumbrar las inconsistencias y las incoherencias del pasado y del
relato que se había realizado sobre él; que resultara más sencillo establecer las
causas de determinados efectos, la sucesión de razones que podían provocar una
situación concreta, más allá de las explicaciones más o menos fantasiosas derivadas
del sustrato mitológico.
En el diálogo Teeteto asistimos a uno de esos momentos estelares de la
historia de la humanidad escondido entre las líneas de un texto hoy olvidado: en
su discusión en torno a la verdad y la belleza y sus antagonistas, Teeteto desvela la
progresiva toma de conciencia de sus contemporáneos respecto a los hitos y
sucesos que se sitúan en distintos planos temporales, el despertar de una
conciencia histórica incipiente sobre la que contrasta con claridad lo ya acontecido
de lo por venir (Teeteto, 186b):
SÓCRATES: Bien, ¿y qué ocurre con lo bello, lo feo, lo bueno y lo malo?
TEETETO: Me parece que son, sobre todo, éstas las cosas cuyo ser examina
el alma, considerándolas unas en relación con otras y reflexionando en sí misma
sobre el pasado, el presente y el futuro.
Emilio Lledó defiende, en La memoria del Logos, que es precisamente el relato
platónico de la caverna el lugar en el que el propio Platón entrevé y denuncia que
han sido los mitos los que han forzado a los seres humanos a vivir pendientes de
las sombras de los objetos fabricados, a no tener por real ninguna otra cosa que no fuera
una proyección deformada de la realidad. «La comunicación de la escritura»,
escribe Lledó, «el sentido de lo dicho, se congrega en torno a unas ideas que se han
convertido ya en historia, o sea, que han perdido compromiso y urgencia para
ganar significación», que han perdido la característica fluidez y maleabilidad de lo
oral para adensarse y ganar en solidez y trascendencia. «Y sobre todo», continúa
Lledó, «el bloque homogéneo y clausurado para siempre del mensaje escrito,
arrastra consigo un tiempo perfecto y acabado ya» (Lledó, 1992:4). La escritura
marca un antes histórico inamovible mientras que la oralidad procura modificar el
antes para que soporte, justifique y avale el después. La escritura inaugura, por
tanto, un movimiento y una transición epistemológica fundamental al objetivar las
palabras, al dar una persistencia y una duración a su significado mucho más
prolongado que el que pudiera ofrecerle la transmisión oral, al facilitar en
consecuencia el análisis y el escrutinio personal, al margen del grupo y de la
tradición, del mensaje transmitido. Una forma incipiente de pensamiento analítico,
abierto a la averiguación y a la verificación, a la contrastación objetiva de los
hechos. Leer el mito de la caverna a la luz de la transición entre los métodos y
maneras de transmitir el conocimiento, la información y la herencia cultural nos
permite entrever que Platón era consciente de la brecha cognitiva que la escritura
abría entre un pasado mitológico oralmente transferido y manipulado, en el que
apenas se adivinaban las sombras de la realidad, y un presente regido por la
anotación y fijación de los hechos, en el que cabía establecer una comparación entre
los acontecimientos que podía mostrar su incoherencia o discordancia con la
realidad.
No debió de resultar sencillo para Platón, el fundador de la Academia,
enfrentarse simultáneamente a los efectos de la escritura sobre su manera de
percibir y de pensar y a las diatribas ortodoxas de su maestro Sócrates. Debió de
vivir con una tensión irresuelta el hecho de que Sócrates desacreditara de manera
sistemática todo lo que no proviniera del registro oral mientras él anotaba por
escrito de manera sistemática y diligente aquel momento singular de transición
histórica. Conocemos los sermones de Sócrates por la deslealtad de Platón, porque
sólo su fijación por escrito ha permitido que el eco de aquella discusión llegara
hasta nosotros, pero el asomo de la culpa y la tirantez debieron llegar para él a su
máxima expresión cuando decidió expulsar a los poetas —equivalente, para él, de
«rapsodas, actores, danzantes y empresarios»— de la nueva ciudad diseñada en la
República:
—Primeramente, parece que debemos supervisar a los forjadores de mitos, y
admitirlos cuando estén bien hechos y rechazarlos en caso contrario. Y
persuadiremos a las ayas y a las madres a que cuenten a los niños los mitos que
hemos admitido, y con éstos modelaremos sus almas mucho más que sus cuerpos
con las manos. Respecto a los que se cuentan ahora, habrá que rechazar la mayoría.
—¿Cuáles son éstos?
—En los mitos mayores —respondí— podremos observar también los
menores. El sello, en efecto, debe ser el mismo, y han de tener el mismo efecto
tanto los mayores como los menores. ¿Eres de otro parecer?
—No, pero no advierto cuáles son los que denominas «mayores».
—Aquellos que nos cuentan Hesíodo y Homero, y también otros poetas,
pues son ellos quienes han compuesto los falsos mitos que se han narrado y aún se
narran a los hombres.
—¿A qué mitos te refieres y qué es lo que censuras en ellos?
—Lo que en primer lugar hay que censurar, y más que cualquier otra cosa,
es sobre todo el caso de las mentiras innobles.
—¿A qué llamas así?
—Al caso en que se representan mal con el lenguaje los dioses y los héroes,
tal como un pintor que no pinta retratos semejantes a lo que se ha propuesto pintar
(377a).[4]
Transmisores y propaladores de falsas narraciones, poetas, rapsodas y
cualquier otro divulgador de falsos mitos y leyendas, deberían ser expulsados o al
menos no admitidos en una ciudad modélica en la que se persigue el verdadero
conocimiento:
—[...] no hemos de admitir en ningún modo poesía alguna que sea imitativa;
y ahora paréceme a mí que se me muestra esto mayormente y con más claridad,
una vez analizada la diversidad de las especies del alma.
—¿Cómo lo entiendes?
—Para hablar ante vosotros, porque no creo que vayáis a delatarme a los
autores trágicos y los demás poetas imitativos, todas esas obras parecen causar
estragos en la mente de cuantos las oyen si no tienen como contraveneno el
conocimiento de su verdadera índole (595a).
El «poeta imitativo», el que se conforma con trasladar y reproducir lo que la
tradición oral le dicta, el que reproduce las sombras del conocimiento antes que el
conocimiento real, debe abandonar la nueva ciudad, partir entre obsequios y
coronas, pero tomar el portante de sus cuentos y leyendas para contarlos en otro
lugar más apropiado y menos vigilante de la verdad de las cosas:
De ese modo, si arribara a nuestro Estado un hombre cuya destreza lo
capacitara para asumir las más variadas formas y para imitar todas las cosas y se
propusiera hacer una exhibición de sus poemas, creo que nos prosternaríamos ante
él como ante alguien digno de culto, maravilloso y encantador, pero le diríamos
que en nuestro Estado no hay hombre alguno como él ni está permitido que llegue
a haberlo, y lo mandaríamos a otro Estado, tras derramar mirra sobre su cabeza y
haberla coronado con cintillas de lana. En cuanto a nosotros, emplearemos un
poeta y narrador de mitos más austero y menos agradable, pero que nos sea más
provechoso, que imite el modo de hablar del hombre de bien y que cuente sus
relatos ajustándose a aquellas pautas que hemos prescrito desde el comienzo,
cuando nos dispusimos a educar a los militares.[5]
Como en la prehistoria, en la antigüedad clásica los medios de transmisión
de la información y el conocimiento no podían tener ningún estatuto meramente
ornamental o artístico, decorativo, porque la poesía transmitida oralmente, al igual
que lo fueran las pinturas rupestres o los grabados parietales, poseían sobre todo
una dimensión funcional, una vocación pedagógica, una ambición enciclopédica.
«La llegada de la escritura», escribió el gran Eric Havelock, «hizo que las cosas
fueran cambiando poco a poco *...+ La poesía no era ‚literatura‛, sino necesidad
política y social. No era una forma de arte, ni provenía de la imaginación personal;
era una enciclopedia, sostenida en esfuerzo común por los mejores ciudadanos
griegos» (Havelock, 2009:99 y 125).
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