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La primera palabra o Los orígenes del lenguaje y el
pensamiento simbólico
Hace 500.000 años alguien pronunció la primera palabra. Quizás fuera
necesario precisar y decir que hace 500.000 años alguien escuchó la primera
palabra pronunciada deliberada y significativamente por alguien. Hace 500.000
años alguien tenía ya la predisposición genética, la madurez cerebral y la
estructura anatómica para escuchar la primera palabra articulada, una palabra que
demandaba algo, o invitaba a contemplar algo o pretendía compartir algo, una
palabra, en consecuencia, con significado, no un mero sonido incitador o
instigador que demandara una respuesta mecánica, programada, un palabra que
comportaba un universo simbólico compartido, un universo de significados
comunes, un mundo de representaciones propio y comunitario. Hace 500.000 años,
el Homo heidelbergensis, una de las especies del género Homo que habitaba, entre
otros lugares, en la meseta Norte de la península Ibérica, pronunció algún tipo de
sonido inteligible que planteaba una demanda que esperaba ser atendida y
satisfecha, que realizaba una invitación para ejecutar una tarea compartida o que
deseaba comunicar alguna información relevante a algún congénere. Sabemos que
eso ocurrió de manera indefectible no tanto porque el desarrollo de los huesos
hioides de la base de la lengua de los homínidos encontrados permitiera la
articulación de sonidos (Martínez Mendizábal et al., 2008), a diferencia de lo que
ocurre con los primates, sino, sobre todo, porque el hueso estribo del oído de los
homínidos hallados presentaba ya una fisiología de la audición perfectamente
capaz de captar las frecuencias de la voz humana, entre 2 y 5 kHz, tan diferente a
la del resto de los primates (Martínez Mendizábal et al., 2004). Las técnicas
radiográficas y las tomografías computarizadas han permitido reconstruir los
oídos de aquellos homínidos, oídos similares a los nuestros, oídos acostumbrados a
la comunicación oral. Tenemos la certeza, por tanto, de que hace medio millón de
años alguien escuchó la demanda, la petición o la invitación de alguien y que
entendió lo que se le planteaba, de que existía entre ellos, por tanto, un universo de
significados compartido, que eran seres ya plenamente simbólicos, seres que
construían y comprendían el mundo alegóricamente, seres que poseían alguna
forma de lenguaje que les permitía gestionar situaciones de comunicación
complejas que excedían las formas más o menos mecánicas y sincopadas de los
simios: alguien entendió, por ejemplo, de acuerdo con la evidencia arqueológica de
lugares como la Sima de los Huesos (Arsuaga et al., 1997), que debían arrojarse a
aquella fosa inaccesible los cuerpos de los veintiocho individuos encontrados,
siguiendo para ello los ritos y las ceremonias que correspondieran, y que convenía
o resultaba apropiado situar un bifaz de cuarcita roja como objeto votivo sobre
ellos, un hacha de piedra, achelense, tallada. Un refugio recóndito donde
salvaguardar y acomodar, según un principio para nosotros desconocido, los
cadáveres de los miembros del grupo más cercano, un santuario en el que
preservarles y acompañarles en la suerte de tránsito que imaginaran, un conjunto
de creencias compartidas en los submundos o ultramundos hacia los que
peregrinaran los desaparecidos, un hacha votiva dotada de algún significado
inalcanzable que los acompañara. Nos consta la intencionalidad de ese
comportamiento porque la Sima de los Huesos es una cavidad situada muy al
interior de la Cueva Mayor, un lugar en el que durante miles de años, y en dos
fases temporales diferenciadas entre sí, miles de osos trastabillaron y se
precipitaron, involuntariamente y en la oscuridad, al fondo de la sima, mientras
que durante un periodo de tiempo desconocido que se situaría entre esas dos fases,
veintiocho adolescentes y adultos todavía jóvenes, personas cuyo índice de
mortalidad debería presumirse inferior al de recién nacidos o viejos, fueron
empujados deliberadamente al pie de la sima siguiendo cultos desconocidos. Al
caer al pie del pozo, muertos ya en su gran mayoría por el traumatismo causado
por un golpe previo, los restos fueron descendiendo hacia la sima envueltos en
lodo, depositándose finalmente, en un amasijo de huesos, entre el resto de sus
congéneres. Aquellos infortunados formaban arqueológicamente parte, por tanto,
de un estrato intermedio entre dos osarios masivos de huesos de osos.
Lo más llamativo del bifaz achelense encontrado en Atapuerca es que fue
desprovisto por completo de su función instrumental, de su cometido práctico, al
ser depositado de aquella manera. Es cierto que a lo largo de los sucesivos
periodos del achelense —inferior, medio y superior— se nota una progresiva
estilización de las hachas ajena en buena medida a sus usos estrictamente
instrumentales, pero en el caso de la Sima de los Huesos su uso deliberadamente
ceremonial excede por completo su valor funcional para concentrarse en su valor
simbólico. Aun cuando cupiera suponer que su facetado relativamente
rudimentario lo ligara a su dimensión más práctica, más operacional, lo cierto es
que en aquel utensilio lo simbólico desborda a lo funcional: los seres que ubicaron
intencionalmente aquel instrumento sobre los cadáveres de sus semejantes, con un
significado concreto que se nos escapa y nos resulta inalcanzable, lo hicieron con la
voluntad de resaltar y dar especial relevancia al tránsito entre la vida y la muerte,
quién sabe si como recordatorio, como voto, como llave para el ultramundo, como
vínculo indeleble con el mundo que abandonaban. Y para hacer eso, ciertamente,
debía preexistir la capacidad de generar, gestionar y compartir símbolos e ideas
abstractas, debía preexistir la capacidad lingüística y comunicativa que la anatomía
de sus oídos revela. Enterrar a los muertos, realizar una ofrenda, procurar que
realizasen el tránsito que imaginaran, prácticas comunes a todas las culturas que la
humanidad ha conocido y que en este caso nos consta que ocurrieron porque los
cadáveres no llegaron allí de manera aleatoria o como fruto de un corrimiento de
tierras u otro accidente geológico; porque la presencia de un bifaz tallado tampoco
fue azarosa sino ritualmente planificada, y porque aquellos seres se comunicaban
mediante algún tipo de lenguaje simbólicamente pleno mediante el que expresaban
sus demandas, sus invitaciones o sus peticiones.
Poseer un lenguaje es, de manera indisoluble, habitar un mundo de símbolos
mediante los que se percibe, se comprende y se construye el mundo de manera
simultánea. Poseer un lenguaje, a la manera en que debió de poseerlo ya la especie
del Homo heidelbergensis, entrañaba introducir una distancia o una separación entre
el mundo físico, real, y aquel de quien poseyera y utilizara el lenguaje, una
distancia hecha de símbolos, de representaciones interpuestas, de imágenes
mentales. Los paleontólogos denominan a esa distancia de una manera curiosa:
«retraso genómico», como si existiera una dilación insalvable o un desfase
infranqueable entre nuestro genoma —que determina una fisiología y,
seguramente, una psicología acorde con el medio físico en el que evolucionó
históricamente la especie humana— y nuestra cultura —ese mundo arbitrario o si
se quiere artificial que evoluciona de tal forma y a tal velocidad que impide que se
produzcan las adaptaciones orgánicas correspondientes, originando unas
divergencias que pueden ser causa potencial de enfermedades o trastornos—. Así
son la cultura y sus instrumentos de comunicación, paradójicamente: interfaces
que nos permiten acelerar nuestra evolución al precio de generar una discordancia
sustancial con nuestros fundamentos genómicos, algo que ocurrió desde el mismo
momento en que los homínidos tallaron una herramienta, en que se dotaron de
una tecnología que, a modo de interfaz, les permitía intervenir sobre el entorno
natural modificándolo, una herramienta que, en el caso de la Sima de los Huesos,
además, quedó desprovista de su función primordial, denotando de esa manera
que los objetos podían quedar investidos de significados inicialmente ajenos a su
supuesto cometido, algo solamente factible cuando quienes los manejan pueden
convertir cualquier cosa que manipulen en un símbolo. No hay aparente ventaja
evolutiva, por tanto, sin contraprestación o sin inconveniente: los homínidos que
depositaron a sus muertos en aquel pozo impenetrable y les ofrendaron un bifaz
tallado a modo de exvoto, poseían conciencia de su finitud, de su temporalidad y
de la muerte, algo de lo que carece por completo cualquier otro tipo de animal. Los
paleoantropólogos, de nuevo, califican a esa conciencia agudizada y despierta
como «vulnerabilidad cerebral». El precio de la inteligencia, el precio de la
complejidad cerebral que se sustancia en el enterramiento que tuvo lugar hace
500.000 años, es el de la viva conciencia de la provisionalidad, pero también el de
las enfermedades neurodegenerativas y psiquiátricas que acechan a cualquier ser
humano.
Curiosamente, por lo tanto, ese asombroso salto evolutivo se consiguió
mediante el desarrollo de una suerte de interfaz interpuesta entre el mundo y
aquellos homínidos, de una zona de comunicación o de acción de un sistema, el
humano, sobre otro (eco)sistema, el natural: a través de la invención y uso de los
elementos que componen esa zona interpuesta, los símbolos específicos de cada
cultura y los objetos y herramientas que se deriven de ellos, los seres humanos han
intervenido sobre su entorno modificándolo, alterándolo, adaptándolo. Nada ha
ocurrido nunca de otra manera desde el momento, al menos, en que hablamos y
escuchamos, en que poseemos un universo de significados compartido, en que
percibimos y actuamos mediante símbolos y, al hacerlo, modificamos las
condiciones que sustentan nuestras vidas en un ejercicio de causalidad circular
incesante que nos obliga a trasformar, a su vez, nuestras categorías de
pensamiento. Cabe afirmar, en consecuencia, que esa zona de comunicación y
acción del sistema humano sobre el natural es tan propiamente humana como
esencialmente arbitraria, que las miles de culturas que han poblado el planeta
Tierra en el último medio millón de años han construido universos simbólicos
perfectamente autocontenidos, incomunicables, ontológicamente arbitrarios, sin
otro fundamento que el de su capacidad y competencia para manejar símbolos y
construir mundos relativamente confinados y autosuficientes. Que el pensamiento
mitológico opere sobre el mundo mediante esa zona interpuesta, mediante esa
interfaz propiamente humana, no significa, como sabemos gracias a Claude Lévi-
Strauss, que no posea una sólida y estrecha fundamentación natural: el elenco de
motivos con los que el pensamiento mitológico opera procede, en gran medida, del
entorno biológico y geológico circundante. No se limita a su simple empleo y uso,
claro está, porque una vez que los ha identificado y ubicado y ha experimentado
con ellos —la hoja de una planta, la piel de un animal, la rugosidad de una
piedra—, los elabora y procesa de tal manera que se integran en un universo
simbólico particular donde cada uno de esos símbolos adquiere un significado y
un valor —por la posición que ocupen en el sistema, normalmente por oposición
entre ellos— que trasciende al de su mera utilidad.
Hoy sabemos, además, que la inteligencia propiamente humana, las
capacidades cognitivas de más alto nivel, tienen relación no tanto con el tamaño
absoluto de nuestros cerebros como con su tamaño relativo y su organización. En
la naturaleza existen especies de mamíferos cuyos cerebros poseen un tamaño
absoluto superior al de los seres humanos —ballenas, elefantes, osos—, pero sus
capacidades cognitivas, su inteligencia y sus aptitudes para gestionar mundos
simbólicos complejos son muy inferiores. A lo largo de la historia de la humanidad
se produjo un gran salto hace unos dos millones de años, cuando el índice de
encefalización[1] del Australopithecus africanus, 1,4, muy superior ya al de los
mamíferos tradicionales, aumentó hasta 1,9 con el Homo ergaster / erectus y en 2,9
con el Homo sapiens. Para el caso relatado de la Sima de los Huesos, verdadero
tesoro en el que rastrear ese gran salto evolutivo, son los cráneos 4 y 5[2] (Arsuaga
et al., 1997) los que nos dan testimonio fiel del volumen encefálico de aquella
especie, 1125 cc, algo inferior al del Homo sapiens (1500 cc) y sensiblemente superior
al del Homo ergaster y erectus (800 cc): el tamaño del cerebro de aquella población,
por tanto, si solamente comparáramos su volumetría, podría parecer tan sólo
ligeramente inferior, pero dado que la masa corporal y el peso del Homo
heidelbergensis eran netamente superiores al actual, cabe colegir que su grado de
encefalización era, todavía, respecto al nuestro, manifiestamente inferior. Con
relación a sus sucesores más inmediatos, las poblaciones neandertales, teniendo en
cuenta que el peso y el tamaño corporal de ambas especies era equivalente, resulta
muy significativo el incremento tanto del volumen craneal total (1200-1700 cc)
como del índice de encefalización correspondiente en estos últimos. No es de
extrañar, en consecuencia, que en los últimos años se haya reinterpretado a la luz
de estos datos su capacidad simbólica y organizativa: los neandertales hablaban y
se comunicaban de forma que gestionaban un universo simbólico compartido,
poseían estructuras sociales complejas, practicaban la división sexual del trabajo y
tuvieron descendencia fértil con el Homo sapiens (Lahn, 2008). No hay que irse
tampoco demasiado lejos para encontrar la evidencia empírica de que nuestra
capacidad lingüística y por tanto cognitiva estuvo estrechamente relacionada con
la de los neandertales: en la cueva de El Sidrón, en Asturias, se hallaron dos
ejemplares de Neandertal bien conservados a los que se realizó una prueba de
ADN que llevó a identificar las dos mutaciones del gen FOXP2 que se
consideraban hasta ese momento como supuestamente privativas del Homo sapiens
(Benítez-Burraco et al., 2008). El gen FOXP2 —que ha sufrido entre los últimos 5 y 7
millones de años la sustitución de dos aminoácidos, separándonos, en ese tiempo,
del ancestro común de humanos y chimpancés— parece haber sido seleccionado
por inducir varias mejoras simultáneas: la capacidad y habilidad lingüística, la
destreza motora que nos ayuda a la construcción y tallado de herramientas, y la
pericia para el lanzamiento y control de la trayectoria de las flechas y proyectiles
que pudieran utilizar en sus faenas de caza. La mutación de ese gen debe
retrotraerse, por tanto, a un ancestro común a neandertales y humanos modernos,
a un antepasado cuya existencia —si en esto hacemos caso a los arqueólogos de la
cueva de El Sidrón— debería datarse entre los 300.000 y los 400.000 años, y en el
que la facultad del lenguaje se encontraba ya plenamente operativa. The Cambridge
Handbook of Linguistic Anthropology (2014) va más lejos aún e indica que la
diferenciación entre los distintos linajes del género humano, el momento en que se
produjo una clara distinción en la expresión cuantitativa del FOXP2 (mediante el
vínculo con otro gen), debería retrotraerse al medio millón de años. Nuestro
antepasado común poseía ese gen específicamente humano hace 500.000 años, si
bien su expresión específica varió mediante su vínculo con otro gen, dando lugar al
desarrollo de un linaje distinto que se convirtió en lo que hoy somos.
Todas las evidencias se suman —la anatomía de nuestro sistema auditivo, la
encefalización progresiva, la posesión de un gen común que controla la expresión
del lenguaje y la motricidad— para atestiguar la existencia, hace medio millón de
años, de un sistema completo sobre el que se soportaba una forma de habla que
podríamos denominar moderna, sobre el que se fundaba la edificación de
universos simbólicos compartidos mediante los que construir e interpretar el
mundo, sobre el que se asentaba la elaboración de mecanismos de transmisión
cultural mucho más complejos que los de los simios.
Cabe suponer, no obstante, que en los actos de señalamiento de los grandes
simios se encuentra el precedente evolutivo más directo de la comunicación
humana: en las observaciones que los etólogos han realizado sobre el
comportamiento de los primates cautivos y en contacto con seres humanos, se
constata que aprenden a señalar, referencialmente, aquello que pretenden que sus
interlocutores humanos les procuren, algo que no hacen con los miembros de su
misma especie. Entienden, en consecuencia, que los espectadores humanos sí están
en disposición de alcanzarles o abastecerles de aquello que señalen, al contrario de
lo que ocurre con otros simios de su mismo grupo, desentendidos por completo de
esos actos de demanda. Existe una fina y a veces difícilmente discernible línea
entre lo que entendemos por comunicación intencional y socialmente estructurada
y un mero acto de señalamiento referencial: popularmente tiende a pensarse que
esos actos de indicación que realizan los simios en sus encuentros con humanos
son la evidencia de una inteligencia incipiente o, incluso, firmemente establecida.
Pero lo cierto es que en esa gestualidad primaria hay, como mucho, una intención
imperativa —que funciona cuando se practica frente a un ser humano pero que
difícilmente funciona entre simios—, pero apenas rastro alguno de una intención
meramente declarativa —que denote la intención de señalar algo de mutuo interés
para generar una situación de comunicación compartida— o de una intención
informativa —que traslade a un eventual interlocutor datos sobre algo que le
interesara o necesitara saber o sobre algo que, quizás, pudiera querer, tal como
hacen los niños en las etapas tempranas de desarrollo lingüístico—. No hay duda,
sin embargo, de que estos actos de señalamiento indirecto e imperativo son un
signo de un desarrollo evolutivo nada desdeñable.
El caso más llamativo, seguramente, sea aquel que describió en los años
noventa Sue Savage-Rumbaugh en Kanzi: The Ape at the Brink of the Human Mind,
un bonobo al que habían familiarizado con los símbolos y el lenguaje humano
mediante su inmersión en un entorno cultural fuertemente estructurado, a
diferencia de lo que se había tratado de hacer en experimentos preliminares,
basados las más de las veces en el desarrollo de técnicas de asociación que, o bien
pedían al simio que señalara apropiadamente aquello que se le había señalado, o
bien se le solicitaba que nombrara aquello que se le señalaba. Paradójicamente, las
384 palabras que Kanzi llegó formalmente a aprender, las frases que pudo llegar a
construir, la enunciación de las distintas formas de un verbo relacionado con
alguna acción —la conjugación, por tanto, de algunas formas verbales—, se
apoyaron en su inmersión plena en un contexto cultural humano fuertemente
estructurado, no en un entrenamiento asociativo al uso. La generación de una
situación comunicativa compartida, en la que el bonobo participaba intensamente
con las limitaciones que su condición establecía, de unos intereses comunes, fue el
sustrato sobre el que se generó la posibilidad del aprendizaje. Kanzi utilizaba una
suerte de glosario de símbolos coloreados en sus conversaciones, símbolos
impresos en tres láminas acolchadas a modo de recordatorio que señalaba y/o
pronunciaba indistintamente, sin las limitaciones que sus congéneres habían
mostrado al ser adiestrados de manera más mecánica.
Tres años antes de la publicación de la monografía sobre el caso de Kanzi, en
1993, Savage-Rumbaugh publicó una obra colectiva con el título de Language
Comprehension in Ape and Child, donde se establecían algunos precedentes sobre los
procedimientos de adquisición del lenguaje, tanto en humanos como en simios,
altamente significativos y coincidentes, en buena medida, con las observaciones
posteriores de otros primatólogos como Michael Tomasello: cuando el equipo de
Savage-Rumbaugh se planteó la posibilidad de entrenar a un grupo de bonobos en
la adquisición del lenguaje humano, repararon en que, habitualmente, al menos
desde los experimentos con monos cautivos a finales del siglo XIX llevados a cabo
por Richard L. Garner (de los que hablaré más adelante), nunca se había atribuido
importancia al hecho de que los ejercicios que se plantearan a los simios solamente
comportasen la reproducción mecánica sin comprensión alguna del lenguaje que
se utilizaba, algo que conducía invariablemente a la ambigüedad de los ejercicios y
de los resultados. El procedimiento, más bien, debía anclarse en un entorno
culturalmente rico en el que los simios estuvieran expuestos con intención y
regularidad al aprendizaje de rutinas, a la observación, experimentación y
adquisición de «secuencias estructuradas de eventos que emergen naturalmente en
nuestras vidas cotidianas» (Savage-Rumbaugh, 1993:25). La posibilidad misma del
aprendizaje de un lenguaje, su comprensión y manejo, proviene de las
interacciones reiteradas y claramente pautadas entre individuos, entre un niño o
un simio y un adulto o cuidador, de las «secuencias más o menos regulares de
interacciones interindividuales que ocurren de una manera relativamente similar
en diferentes ocasiones» (Savage-Rumbaugh, 1993:25), de las rutinas en las que el
lenguaje, que interviene como un marcador de la situación, como una alerta o una
señal, se enlaza o interconecta estrechamente con una acción.
Todo aprendizaje, toda iniciación, es simple y relativamente primitivo,
porque suele basarse en una sucesión de pequeñas acciones y gestos
contextualmente dependientes: imaginemos, como hace Savage-Rumbaugh, un
pequeño simio, un bebé humano, que aprende a diferenciar entre todos sus
juguetes un pequeño bote que contiene el jabón necesario para hacer pompas, y
que al distinguirlo lo entresaca de entre el montón de artefactos que lo acompañan,
mirando fijamente a su cuidador, a sus padres, invitándoles a participar de ese
momento de descubrimiento elemental. Ese gesto, esa mirada, ese murmullo que
puede acompañar el acto de descubrimiento y selección, de invitación y
compartición, entraña y significa que el simio o el niño desean ejecutar una rutina
que ya conocen, la de hacer pompas de jabón, la de soplar a través del aro del que se
formará la burbuja que sobrevolará, livianamente, el lugar donde se encuentren.
Cuando ese aprendizaje se haya hecho rutina, cuando se haya afianzado el
reconocimiento del objeto y la situación de comunicación entre los interlocutores
sea ya una reiteración, puede que el simio o el niño simplemente señalen el objeto
y miren a los ojos de su interlocutor, apelando sin más a su participación; puede
que, más adelante, cuando empiecen a balbucear sus primeras palabras, pronuncie
la palabra «pompas» o señale en la tabla con la representación de los lexigramas el
correspondiente a la palabra «pompas» y mire a los ojos de su interlocutor
expresando con claridad su deseo. Esta experiencia primaria, en la que las rutinas
interpersonales se vinculan con una sucesión de acciones, repetidas en infinidad de
ocasiones a lo largo de la historia del género humano, es el fundamento del
aprendizaje del lenguaje. «Al hacer eso», argumenta Savage-Rumbaugh (1993:30),
«los niños o los simios comienzan a desplazarse del rol de un respondedor durante
las rutinas al de un iniciador primitivo y, entonces, al de un comunicador
simbólico capaz de anunciar sus intenciones a otras partes». El proceso ocurre de
manera muy natural, sin que el cuidador tenga que estructurar intencional o
conscientemente la transición desde un tipo de comprensión receptiva y pasiva al
conocimiento y uso activo y productivo. Parece que esto sucede más rápidamente
con aquellas rutinas que están más claramente estructuradas y efectivamente
marcadas. Es importante que el marcador, la palabra, la vocalización, el gesto o la
señal que sirvan para introducir la situación, «preceda a la rutina o a los cambios
en los componentes de esa rutina. Los marcadores verbales, gestuales o de acción
que, simplemente, se superponen a la rutina (como en el caso comentado de las
«pompas» mientras se señala el tarro o el bote), no se adquieren de una manera tan
efectiva como aquellos marcadores que señalan cambios entre rutinas o cambios
dentro de una rutina dada».
Son, por tanto, esas rutinas de asociación repetidas con la tozuda reiteración
con que las realiza un bebé humano o un pequeño simio, la redundancia de los
gestos de invitación y demanda, la imprecación contenida en las miradas de
intercambio, las que acaban propiciando la identificación entre las palabras y las
cosas, las que generan un contexto comunicativo compartido que es la base del
desarrollo y adquisición del lenguaje, algo que puede identificarse claramente en
aquellas situaciones comunicativas ocurridas hace millones de años, cuando se
desarrollaron procesos y rutinas de manipulación y talla lítica donde el
señalamiento, la repetición e imitación de los gestos, la invitación y demanda a
participar en el acto de procesamiento, constituyeron la base del desarrollo del
lenguaje humano y, en consecuencia, del pensamiento simbólico.
La discusión en torno a si los simios y los humanos, por tanto, comparten
esa capacidad innata de desarrollo lingüístico y comportamiento simbólico pudiera
parecerles a algunos inconclusa, irresoluta, porque se conocen algunos casos —el
más sobresaliente de los cuales es el de Kanzi— que parecen equiparar esas
competencias. La historia de la evolución del género Homo, sin embargo —como en
buena medida discutía en páginas previas—, aporta una evidencia difícilmente
impugnable: en el Homo erectus, hace 1,9 millones de años, se registra un
crecimiento extraordinario del tamaño relativo de su cerebro, de su índice de
encefalización,[3] por tanto, crecimiento precedido por una larga historia evolutiva
que puede tener que ver, como aseguran muchos paleoantropólogos, con cambios
en su dieta y con el conjunto de herramientas, utensilios y pertrechos que le
sirvieron de soporte para procurarse una ingesta rica en proteínas. A orillas del
lago Turkana se encontraron útiles toscamente desbastados que debieron de servir,
en alguna medida, para seccionar las piezas cazadas, útiles propios de lo que los
arqueólogos denominan Cultura de Olduvai,[4] una tecnología incipiente que nos
muestra cómo la evolución ocurrió, también, fuera del cuerpo humano, cómo la
evolución dependió, desde el primer momento, de la fabricación de una suerte de
«prótesis operacionales» que permitieron a aquellos homínidos suplir lo que sus
dientes no podían hacer, a diferencia de otros animales, con una tecnología
diseñada para cortar, seccionar y facilitar el consumo de aquellas piezas. El
progreso de aquella tecnología no fue algo cronológicamente equiparable a la
aceleración y transformación de las tecnologías contemporáneas: se estima que la
cultura olduvayense necesitó alrededor de 700.000 años para transformar los
primeros bloques de piedra en toscas herramientas dedicadas, seguramente, al
seccionado y despiece de los animales cazados. Debería pasar todavía medio
millón adicional de años para que encontremos en el registro arqueológico las
primeras hachas de mano que merezcan ese nombre, un millón doscientos mil
años de lenta y progresiva maduración, por tanto, de repetición de las mismas
secuencias, de puesta en común de los mismos gestos, de generación de un entorno
de interés compartido propicio para el desarrollo de la comunicación humana.
Aunque la evidencia arqueológica es parca, algunos arqueólogos piensan que,
adicionalmente, el descubrimiento del fuego y su utilización debieron acompañar
al desarrollo de la tecnología.
En los últimos años la paleogenética ha realizado algunos avances
espectaculares en lo que respecta al posible descubrimiento de genes, presentes en
los homínidos, que habrían contribuido de manera determinante a la
multiplicación de las neuronas y de la masa cerebral, al proceso de encefalización
que nos habría separado definitivamente de otras especies con las que seguimos
compartiendo otros elementos de la secuencia genética: según informaba el
servicio de Science News[5] en marzo de 2015, científicos de la Universidad de
Duke, en Estados Unidos, introdujeron en ratones un fragmento de ADN humano
denominado HARE5 que activó la división de las células madre neuronales muy
significativamente, hasta el punto de que los ratones objeto del experimento
adquirieron un 12% más de masa cerebral que los ratones que sirvieron como
grupo de control. En el mismo año 2015, el Instituto de Biología Molecular y
Genética del Instituto Max Planck, liderado por Wieland Huttner, publicaba un
artículo, «Human-specific gene ARHGAP11B promotes basal progenitor
amplification and neocortex expansion», que intentaba probar cómo la cifra de
neuronas en el cerebro se duplicaba cuando ese gen específicamente humano era
introducido en el cerebro de embriones de ratón. Todo ese esfuerzo persigue, en
buena medida, encontrar el momento en que el género humano se separó
definitivamente del tronco común, el momento, quizás con el Homo erectus, quizás
con el Homo naledi, hace un millón y medio de años, en que el desarrollo del
cerebro, la tecnología y el lenguaje —junto con los órganos encargados de recibir y
emitir esos mensajes— nos hizo distintos, el momento en que la evolución
comenzó a suceder, también, fuera de nuestros cuerpos.
Hoy en día el Homo sapiens sapiens presenta un índice de encefalización
aproximado de 7,1. En los dos últimos millones de años, por tanto, el cerebro
humano se ha triplicado y la evolución de las funcionalidades y estructuras del
neocórtex ha conducido al desarrollo de capacidades tan provechosas como, por
otra parte, inconvenientes: el lenguaje y la comunicación, el pensamiento simbólico
y abstracto, la ritualización de nuestras relaciones sociales, los mecanismos
culturales para la transmisión del conocimiento acumulado, las tecnologías que
nos permiten modificar y adaptar el entorno, la extrema plasticidad y
adaptabilidad de nuestra especie, en el fondo, para el cambio, derivada,
precisamente, de nuestra inespecificidad, de que operamos sobre el mundo
mediante una interfaz simbólica que nos permite habitar casi cualquier entorno
natural. La extrema variedad y riqueza de las culturas humanas, la inigualable
multiplicidad de sus expresiones desbordantes de color e imaginación, proviene,
precisamente, de ese cerebro simbólicamente pertrechado que opera en el mundo a
través de una membrana o una interfaz que no está mecánicamente supeditada al
entorno. Cada objeto, cada fenómeno, cada acontecimiento, es observado,
interpretado y situado en un mapa mental propio donde adquiere un significado
específico, no exento de necesidad ni desvinculado por completo de su ecosistema,
pero sí alejado de la mera representación mecánica. Esa misma exuberancia,
plasticidad y capacidad para crear nuevos mundos simbólicos, tradiciones
culturales y herramientas, y de transmitirlas de manera inequívoca y sistemática a
generaciones sucesivas, es también una evidencia indiscutible, si se quiere
indirecta, de la existencia del lenguaje: los primates pueden transmitir a su
descendencia algunas pautas relacionadas con el acicalamiento, un conjunto de
gestos básicamente codificados que indican deseos expresos y afectan
exclusivamente al emisor y al receptor, algunas indicaciones elementales, incluso,
sobre el uso de herramientas para distintos propósitos (palos para hurgar en los
termiteros, etcétera), pero ninguna de esas pautas de comunicación se asemeja ni
lejanamente a la complejidad y sistematicidad de las tradiciones culturales de los
primeros homínidos, a los mecanismos de transmisión de la información y el
conocimiento necesarios para regular y regimentar la fabricación de la
instrumentación lítica encontrada: el desarrollo de la tecnología empleada ya en la
cueva de Atapuerca, implicaba el establecimiento de una verdadera cadena
operativa, de un proceso de producción bien dividido y pautado, que en el caso
mencionado podría encuadrarse dentro de lo que los arqueólogos denominan
industrias achelenses.[6]
Nuestra memoria filogenética, allí donde se guardan nuestras pulsiones,
nuestras emociones y nuestras necesidades, está arraigada en esos dos millones de
años de evolución, desde el pleistoceno hasta el día de hoy, en que nuestra especie
fue cazadora-recolectora, un tiempo que constituye, al menos, el 95 por ciento de
nuestra historia. Seguimos siendo por eso, básicamente, desde el punto de vista
fisiológico, anatómico, emocional, primates cazadores-recolectores que se han ido
adaptando mal que bien a la vida en grupo, a la vida social, primates que se han
valido de la cultura y sus instrumentos para acelerar el curso de su evolución
promoviendo una suerte de desfase constante entre su genoma y su cultura, como
si estuviéramos permanentemente condenados a habitar un territorio y un tiempo
que no es exactamente el nuestro, siempre primitivos de una nueva cultura,
añorantes de las pulsiones y de las evidencias que resuenan en nuestra memoria
genética. Y estamos condenados, seguramente, a gestionar de manera permanente
y defectuosa esa tensión irresoluble entre los avances promovidos por una nueva
cultura y una nueva instrumentación y las pulsiones íntimas de la memoria
compartida de la especie.
Puede que Desmond Morris tuviera razón cuando escribía que «el moderno
animal humano no vive ya en las condiciones naturales de su especie. Atrapado
[...] por su propia inteligencia, se ha instalado en una vasta y agitada casa de fieras,
donde, a causa de la tensión, se halla en constante peligro de enloquecer» (1970:5),
si bien cabría añadir o matizar que la especie humana, en tanto que tal, nunca ha
vivido en condiciones supuestamente naturales, sino que siempre lo ha hecho
mediante la interposición de un mundo simbólico, de una interfaz, que le ha
permitido interactuar con él de diversas y distintas maneras.
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