Sinopsis
La creación de nuevas tecnologías de comunicación —los primeros dibujos
en las cavernas, la invención del alfabeto, la imprenta, el telégrafo o internet—,
suscita un intenso debate acerca de si éstas nos someten o nos engrandecen, si
merman nuestras facultades o las incrementan. El autor explora en este fascinante
ensayo la forma en que los medios de transmisión de la cultura moldean nuestra
mente y modelan nuestra comprensión de la realidad. El paso de la oralidad a la
escritura, los cambios en nuestra forma de leer y la irrupción de internet, el
hipertexto y la digitalización de los contenidos culturales transforman sin cesar
nuestros valores y actitudes y nos convierten en perpetuos primitivos de una
nueva era.
Joaquín Rodríguez
PRIMITIVOS
DE UNA NUEVA ERA
Cómo nos hemos convertido en Homo Digitalis
A Isabel, Daniel, Candela, Alex y Hanna,
contemporáneos de la nueva era
AGRADECIMIENTOS
Uno escribe solo, a lo largo de bastante tiempo, desorientado y sin una
conciencia clara del valor de lo escrito, de su coherencia. Afortunadamente existen
los buenos lectores, aquellos que ven más allá del propio autor, aquellos que
perciben la obra en su conjunto, los que señalan incoherencias, excesos y carencias,
quizás algún acierto. Yo he tenido la suerte de contar con dos grandes y profundos
lectores: Chavi Azpeitia, un lector dichoso que siempre mejora lo que lee, y Josep
Maria Ventosa, un lector concienzudo que ha perfeccionado este texto.
La tecnología es una extensión de nuestros propios cuerpos. Vivimos en la
priera época en la que los cambios suceden lo suficientemente rápido como para
que ese patrón de reconocimiento pueda resultar accesible a toda la sociedad.
[...] todos los medios, desde el alfabeto fonético al ordenador, son
extensiones del hombre que transforman su entorno y que le provocan cambios
profundos y duraderos.
Hoy en día, en la era electrónica de la comunicación instantánea, creo que
nuestra supervivencia, o cuando menos nuestra comodidad y felicidad, radica en
comprender la naturaleza de nuestro nuevo entorno, porque a diferencia de
cambios de entorno anteriores, los medios electrónicos suponen una
transformación total y casi instantánea de la cultura, de los valores y de las
actitudes
MARSHALL MCLUHAN,
entrevista en Playboy, marzo de 1969
Las cuestiones más básicas de la tecnología son siempre cuestiones sociales.
JONATHAN CRARY, 24/7. El capitalismo
al asalto del sueño, 2015
Benditos los rollos de papiro
Benditas servilletas de los bares
Que han guardado idénticos suspiros
Desde el cantar de los cantares.
JORGE DREXLER, «Telefonía»
Es fácil escribir epigramas bellos; pero escribir un libro es difícil.
MARCIAL, Epigramas, LXXXV
Introducción
El largo viaje desde la caverna al mundo virtual
Los seres humanos venimos desnudos al mundo, incompletos, incapaces de
valernos por nosotros mismos, abocados al infortunio si no fuera por los cuidados
que nos procuran, que nos procuramos. Nuestra relación con el mundo natural,
con nuestro entorno, no viene dada de una vez para siempre desde el momento de
nuestro nacimiento, no existe esa clase de vínculo natural inmediato del que
disfrutan los animales. Nuestra relación con el mundo viene mediada por el
conjunto de las técnicas y saberes (téchne *τέχνη+ m{s logos *λόγος+) que hemos
desarrollado y compartido para habitar el mundo de una manera determinada.
Quizás pueda parecer excesivo, pero la voz, la emisión de la primera palabra
articulada cargada de significado, el primer mensaje emitido por un ser humano a
otro mediante la dicción, podría considerarse como la primera destreza técnica,
quizás la más esencial entre todas, que nos permitió residir en el mundo tal como
lo hacemos. En el momento en que escribo esta introducción, en la primavera de
2018, corre por la red un vídeo corto de un bebé sordo al que le implantan un
audífono que le permite escuchar la voz de su madre por primera vez, una voz que
quizás percibía en el seno materno como una percusión o un latido amortiguado
pero que ahora distingue con toda claridad. El niño, inicialmente agitado por el
nuevo implante, seguramente incómodo, detiene su gesto cuando escucha por
primera vez la voz de su madre en una mirada interrogativa, luego llena de
sorpresa, y finalmente esboza una sonrisa y dirige su vista al rostro de quien le
llama por su nombre.
La relación de los seres humanos con el mundo y con quienes les rodean es
el resultado de un largo, a veces consciente, generalmente inconsciente, proceso de
elaboración, de invención, uso y adopción de las técnicas que nos permiten
comunicarnos, relacionarnos, intervenir sobre nuestro entorno para hacerlo
humanamente habitable. Lo cierto es que cada cultura humana ha desarrollado un
conjunto de técnicas específicas con este propósito, no intercambiables, peculiares,
de manera que les hace vivir y habitar de una manera esencialmente distinta la
pequeña o gran porción del mundo que les ha correspondido habitar. Difícilmente
podemos hablar, por eso, de tecnologías evolutiva y jerárquicamente superiores,
aunque existan préstamos y aunque se construyan sobre los hallazgos y
conocimientos precedentes en muchos casos, porque la mayoría de las tecnologías
no son equivalentes y encarnan, más bien, una relación particular con el mundo
que excluye la equiparación. En este libro hablaré sobre la larga historia que va
desde la primera articulación vocal conocida —y, en consecuencia, la primera
manifestación de pensamiento simbólico que se encarna en la fabricación de
instrumentos y, sobre todo, en la expresión simbólica del pensamiento primitivo—,
hasta la completa virtualización de nuestras comunicaciones en el apogeo digital
de nuestra era. Es posible que en la lectura, planteada como una sucesión
cronológica, quepa percibir cierta intencionalidad evolutiva, cierta voluntad de
enlazar los eslabones de una larga cadena progresivamente trabada y creciente,
pero aunque en algunas ocasiones quepa entenderlo así, es necesario atender a las
peculiaridades de las formas de vida que cada una de esas tecnologías contribuyó
a generar. En la larga historia de las formas escritas de comunicación cabe
distinguir un progresivo dominio de la escritura y de su puesta en página, de la
agregación creciente de dispositivos textuales que facilitan la lectura y la consulta,
o también de la paulatina transición de lo analógico a lo digital, en la que parece
existir un esfuerzo deliberado por desligar completamente el contenido de su
continente, por desenlazar la información de su encarnación formal. Pero esa
sensación evolutiva no tiene nada de necesaria ni mucho menos de superior
respecto a otras posibles manifestaciones.
La jerarquización, en cualquier dominio de la vida, es fruto de la
introducción, a menudo subrepticia y larvada, de un criterio de ordenación
implícito. En no pocas ocasiones puede resultar pertinente establecer un criterio
que nos ayude a entender, retrospectivamente, de qué manera se desplegó a lo
largo de la historia un aspecto concreto; pero eso, siendo legítimo, no debe
llevarnos a la errónea conclusión de que entrañe automáticamente alguna forma de
superioridad o preeminencia. Es común en la época en que vivimos presuponer
que los criterios de productividad, rendimiento y eficiencia son los que alinean
jerárquicamente los inventos relacionados con la historia de los medios y la
comunicación, pero aceptar eso sería una extrema simplificación que desvirtúa la
complejidad y significatividad de las distintas formas de vida a que los distintos
medios dieron lugar.
El impacto de la escritura, el códice, el libro, la imprenta y tantos otros
inventos a lo largo de la historia sobre la conciencia de los seres humanos, sobre
sus formas de organización y sus hábitos comunicacionales, ha sido profundo e
intenso, e incluso, como tantas veces señaló Marshall McLuhan, doloroso y
desconcertante. Nos encontramos de hecho en una de esas grandes épocas de
transición de los medios en la que impera la perplejidad y el aturdimiento, las
opiniones enconadas sobre los efectos perversos o benévolos de las tecnologías de
la comunicación, en el inicio de una era en la que, acaso, todavía seamos sus
primitivos habitantes.
No es, claro, la primera vez que esto ocurre: los ecos de la reprimenda de
Sócrates a Fedro por atreverse a practicar la lectura descuidando la comunicación
oral en el foro público llegan todavía a nuestros días. Y quizás lo más llamativo no
sea que hasta las más altas cimas del pensamiento griego —Sócrates y su
transcriptor, Platón— dieran por sentado que había más pérdida que ganancia en
aquella transición de lo oral a lo escrito, sino que veinte siglos después Michel de
Montaigne todavía lamentara en sus textos que los libros no fueran sino un
cómodo refugio de aquellos que no sabían expresar oralmente sus opiniones:
«¿Qué hacer de un pueblo», se lamentaba,
que sólo acoge los testimonios impresos, que no cree a los hombres sino a los
libros, ni lo verdadero cuando su edad no es competente? Dignificamos nuestras
torpezas al meterlas en el molde: para el común de las gentes es de mayor peso
decir: «Lo he leído» que si decís: «Lo he oído decir». Pero yo creo lo mismo en la
boca que en la mano de los hombres (Montaigne, 2016:488).
Michel de Montaigne escribía todavía en los albores de la invención de la
imprenta y del incremento de la distribución y presencia pública de los libros
impresos como objeto de consulta, pero otros cinco siglos después, ya en nuestro
siglo XX, un hombre de la extraordinaria capacidad analítica de Marshall McLuhan
desarrollaría una obra que, entre otras cosas, constituyó un inflamado alegato
contra los efectos de la imprenta sobre el espíritu humano, sobre el impacto
restringente de una tecnología que nos convirtió, a su juicio, en una nueva especie
limitada de Homo typographicus, de ser vivo cognitivamente cercenado por la
escritura impresa. Él, como tendremos oportunidad de comprobar a lo largo de las
siguientes páginas, creía en el portentoso efecto liberador de las tecnologías
«eléctricas», aun cuando advertía, prevenidamente, que ninguna transición se
practica sin trauma ni dolor.
Ni que decir tiene que el impacto de la imprenta y la escritura sobre las
poblaciones indígenas en los territorios colonizados subvertiría su manera de
entender el mundo y obrar sobre él de forma radical. La gran mayoría de nuestros
contemporáneos no solamente no tendría la más mínima duda, si se le preguntara,
sobre el efecto beneficioso de la lectura y la escritura, sino que le costaría disociarlo
de la naturaleza de la condición humana y, sin embargo, ha habido quienes a lo
largo de la historia sostuvieron pareceres diferentes y aun pensaron que su
impacto era más una merma que un beneficio. Esa misma dualidad de posturas
irreconciliables respecto a la incidencia y las secuelas de las tecnologías de la
comunicación sobre nuestras vidas se documenta a cada nuevo descubrimiento,
tras cada nueva alteración del ecosistema de tecnologías en el que habitábamos
como en una burbuja transparente de la que no fuéramos conscientes: internet
puede ser un instrumento liberador sin parangón, según algunos, red que nos
entrelaza y nos hace más fuertes, sabios y cooperativos, o cloaca en la que nuestros
datos son intercambiados como el combustible que necesita el turbocapitalismo del
siglo XXI, casino de nuestra privacidad que somete nuestras vidas a una
iluminación involuntaria y constante y que desactiva cualquier forma de
cooperación real y efectiva, según otros.
Toda tecnología crea un entorno que percibimos como familiar y diáfano,
como un mundo que nadie que haya nacido tras su instauración se atrevería a
calificar como «técnico», porque el conjunto de artefactos, dispositivos y formatos
que lo conforman constituyen parte natural de sus vidas, son mediaciones
naturales entre cada uno de ellos y el exterior. Al contrario, solemos acudir al
término «tecnología» cuando el artefacto nos resulta extraño y desconocido,
cuando percibimos sin velos culturales la artificialidad de toda invención técnica.
Un nativo —digital, telegráfico, tipográfico, según las épocas— apenas puede dar
cuenta de la falta de naturalidad de un artefacto más que cuando se estropea y
revela su resistencia a seguir funcionando, cuando experimenta la tozuda fricción
de un aparato que se resiste a prestar servicio, o cuando asiste al nacimiento e
invención de una nueva tecnología que amenaza con desplazar a la que usaba,
conocía y daba por principal.
En todo caso, nada ni nadie queda exento del profundo efecto transformador
que la mutación de las tecnologías de la comunicación tiene sobre nosotros, sobre
nuestra percepción, sobre nuestra manera de relacionarnos socialmente, sobre la
construcción de nuestra misma identidad, sobre nuestra idea de lo que es
conocimiento y la forma en que debemos adquirirlo, sobre las industrias que
crecieron utilizándola y desarrollándola.
La única diferencia o la diferencia fundamental entre nuestra época y las
anteriores es que existe una conciencia mucho más aguda, pública y exacerbada de
las contradicciones inherentes al uso de una tecnología, de sus pros y sus contras,
de sus potencialidades y de sus desventajas. Conviven nativos digitales con
emigrantes reluctantes, y lo que unos viven como extensiones naturales y
deseables de las capacidades intrínsecas del ser humano, como la antesala hacia
una nueva forma de humanidad en comunión permanente con la tecnología, otros
lo perciben como una descabellada forma de gnosticismo tecnológico[1] que
pretende rebasar la condición humana olvidándose de ella. No parece haber
término medio, de nuevo, entre apocalípticos e integrados, entre quienes predican
la gran desconexión o la opacidad ofensiva, «la apertura de cavidades, de
intervalos vacíos, bloques negros en el entramado cibernético del poder» (Tiqqun,
2015:177), y entre quienes creen firmemente que internet es la plataforma que
garantiza la apertura, la colaboración, la interdependencia y la compartición
promoviendo la integridad de quienes se sirven de la red para la realización de
esos intercambios (Tapscott, 2011).
Esa clase de disputa entre extremos es propia de toda transición tecnológica
pero nos advierte, sobre todo, de que la evolución de las tecnologías no es algo
ineluctable, que su adopción no es de ningún modo inevitable y que el único
criterio que debería prevalecer en una disputa sobre la conveniencia o no de su
aceptación es hasta qué punto se trata de una herramienta liberadora, de acceso
compartido, que contribuye al trabajo creativo de las personas y, por tanto, a su
emancipación; y al contrario: hasta qué punto las máquinas convierten a los seres
humanos en accesorios de su propio funcionamiento, en qué medida pasan a
convertirse de servidoras en déspotas, de qué manera se vuelven contra su propio
fin amenazando las libertades de los seres humanos convirtiéndose en atentatorias
y nocivas.
En realidad no hay mucho más que pensar, discutir o añadir, tan sólo un
criterio de sentido común que nos muestra aquello que convendría soslayar,
«indicadores de la acción política concerniente a todo lo que se debe evitar [...],
criterios de detección de una amenaza que permiten a cada uno hacer valer su
propia libertad» (Illich, 1974:89), recomendaba el gran Ivan Illich. Las
herramientas, las tecnologías empleadas para propiciar la comunicación, son
inherentes, como decía Rousseau, a las relaciones sociales:
dad al hombre una organización tan burda como gustéis: adquirirá sin duda
menos ideas; pero basta que exista un medio de comunicación entre él y sus
semejantes por medio del cual uno pueda actuar y el otro sentir, para que logren
comunicarse tantas ideas como tengan (Rousseau, 1781:8-9).
Los seres humanos se convierten en tales, en buena medida, mediante el uso
activo y el efectivo dominio de las herramientas, de manera que su ser mismo está
inextricablemente ligado a la capacidad que tenga para someter a las herramientas
que le constituyen en lo que es. «En la medida en que domine a las herramientas,
podrá investir el mundo con su sentido; en la medida en que se vea dominado por
las herramientas, será la estructura de éstas la que acabará por conformar la
imagen que tenga de sí mismo» (Illich, 1974:84).
No cabe por tanto pensar con ingenuidad política la invención, uso y
continuo perfeccionamiento de las herramientas, como si esa evolución fuera
ineludible, ajena a la voluntad humana, y completamente neutral o
indiscutiblemente beneficiosa, pero tampoco cabe sostener una forma de vida
enajenada al margen de las tecnologías que conforman el entorno propiamente
natural del ser humano. El hilo que separa lo deseable de lo indeseable es
arteramente fino y constituye lo que Ivan Illich llamó un programa de
investigación radical: «Necesitamos señalar los umbrales a partir de los cuales la
institución produce frustración, y los límites a partir de los cuales las herramientas
ejercen un efecto destructor sobre la sociedad en su totalidad» (1974:112), «las
amenazas que pesan sobre una libertad particular de los miembros de varios
grupos que, por lo demás, pueden tener intereses divergentes» (1974:164).
A menudo se concibe la tecnología como algo que posee una teleología
propia, como algo capaz de establecer sus propios fines de manera autónoma, pero
esa idea es solamente el fruto de los intereses de aquellos a los que les interesa que
los demás piensen que la tecnología pueda poseer sus propios fines al margen de
quienes en realidad deberían debatirlos y al margen de quienes tienen la exclusiva
capacidad de establecer sus propios fines, las personas. Lewis Mumford razonaba
así en El mito de la máquina en el año 1967:
De acuerdo con el panorama habitualmente aceptado de la relación entre el
hombre y la técnica, nuestra época está pasando del estado primigenio del hombre,
marcado por la invención de armas y herramientas con el fin de dominar las
fuerzas de la naturaleza, a una condición radicalmente diferente, en la que no sólo
habrá conquistado la naturaleza, sino que se habrá separado todo lo posible del
hábitat orgánico. Con esta nueva «megatécnica» la minoría dominante creará una
estructura uniforme, omniabarcante y superplanetaria diseñada para operar de
forma automática. En vez de obrar como una personalidad autónoma y activa, el
hombre se convertirá en un animal pasivo y sin objetivos propios, en una especie
de animal condicionado por las máquinas, cuyas funciones específicas (tal como
los técnicos interpretan ahora el papel del hombre) nutrirán dicha máquina o serán
estrictamente limitadas y controladas en provecho de determinadas organizaciones
colectivas y despersonalizadas (Mumford, 2010:9-10).
Visión oscura, quizás, precursora del pensamiento libertario de los años
sesenta y setenta que divisaba un horizonte de sometimiento de la especie humana
a los medios que deberían haber servido para conformar y acordar otros fines. En
todo caso, una clara alerta sobre la dimensión siempre política y ética que
acompaña a la construcción, uso e impacto que una tecnología tiene sobre los seres
que la utilizan. O, también, una anticipación premonitoria y clarividente de
nuestro actual estado de cosas en la que los grandes monopolios de las
comunicaciones digitales nos ofrecen servicios gratuitos a cambio de la moneda de
la privacidad y de los datos personales.
No resultó sencillo en ninguna época precedente, y menos aún si cabe lo es
hoy, dirimir si una tecnología nos empodera o nos arrebata la potestad sobre
nuestro destino, si una herramienta contribuye más a que el progreso signifique
independencia progresiva o progresiva dependencia, si un instrumento aguza
nuestros sentidos o empobrece irremisiblemente nuestras capacidades, si los
modos de producción asociados al uso de esas nuevas tecnologías generan
entornos de posibilidades incrementadas para todos o monopolios institucionales o
industriales que merman toda posibilidad de usufructo y participación, si el tipo
de sociabilidad que genera el uso de una tecnología concreta densifica nuestros
lazos y los hace más significativos o nos aísla y desagrega, si debemos, en fin,
asumir callada y despreocupadamente que la evolución de las tecnologías siga su
propio curso o interponer otra clase de criterios que establezcan fines y prioridades
que las herramientas no contemplan.
A muchos esta discusión pudiera parecerles banal porque dan por hecho
que existe una dinámica o lógica interna de innovación y desarrollo de las
tecnologías que debe acatarse como viene o, incluso, que debe celebrarse sin recato,
porque han oído hablar de Schumpeter y de la «destrucción creativa»,[2] de que a
toda liquidación de las tecnologías conocidas sigue un periodo de innovación
floreciente, o aún más, que para que ese periodo de novedad pueda siquiera
suceder, es necesario que la destrucción le preceda. Leer así la historia, como un
perfeccionamiento acumulativo que necesita deshacer la naturaleza y
consecuciones de los inventos previos para establecer los propios, no deja de ser un
acto al mismo tiempo de soberbia intelectual y de infravaloración de las
tecnologías precedentes.
Este «librito», como llamara al suyo Marcial, el poeta romano nacido en
Bílbilis en el siglo I de nuestra era, protagonista parcial de uno de los capítulos de
este trabajo, pretende realizar un repaso histórico de esas ambivalencias, de las
luces y las sombras que la invención, uso y despliegue de las tecnologías de la
comunicación han proyectado sobre nosotros, con la mínima ambición de que
podamos entender, por una parte, y averiguar, por otra, de qué manera poliédrica
repercuten sobre nosotros las tecnologías y de qué forma convenimos y acordamos
utilizarlas.
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